Haciéndonos amigos de la emoción
Con frecuencia pensamos que si nos permitimos sentir el enfado, la tristeza, la rabia, etc…, nos veremos desbordados, bloqueados o que acabaremos enloqueciendo, y en consecuencia solemos considerar las emociones como una amenaza. Es precisamente nuestra actitud de resistencia ante ellas la que provoca el desbordamiento y nos impide aprovechar la extraordinaria oportunidad de crecimiento que representan.
A través de la represión calificamos las emociones como algo negativo y ajeno a nosotros mismos. Lo paradójico es que la misma actitud que nos lleva a juzgar y tratar de controlar nuestras emociones es la que nos lleva a sentirnos desbordados por ellas y alienta simultáneamente su irrupción, lo que aumenta nuestra alienación. Considerar las emociones como algo ajeno les otorga la posibilidad de que acaben controlándonos. Y es que este tipo de estrategias no hace sino dificultar su experiencia directa e inmediata.
El espectro de la experiencia sentida
Nuestra vida sensible asume una gran diversidad de formas, desde las más globales y difusas hasta las más puntuales e intensas.
El fundamento del sentimiento: La vitalidad esencia
Nuestros sentimientos y emociones se originan en la corriente vital básica que discurre a través de nosotros. Y según afirma el biólogo Rene Dubois, nuestra vitalidad básica es una sensación incondicional de fortaleza que subyace a todos los altibajos que nos deparan las circunstancias.
La mayor parte de la gente cree ilusoriamente que sólo puede ser feliz si ocurre algo especialmente bueno. Pero en realidad el mero hecho de estar vivo es una experiencia extraordinaria. Con todo ello no estoy afirmando que nuestro estilo de vida nos haga felices necesariamente, ya que la evidencia patentiza de continuo la realidad del sufrimiento. Hablamos del simple gozo de ser, que no depende de que las circunstancias reales en que vivamos sean buenas o malas. Y al igual que el agua es el soporte de la vida en tanto que elemento universal presente en todos los tejidos vivos, esta vitalidad esencial es la fuente de nuestra sensibilidad y del flujo de la energía que nos alienta. Nuestro sistema nervioso pone de manifiesto que el ser humano está organizado para permitir que el mundo penetre dentro de él, y nuestras emociones y sentimientos son respuestas distintas al modo en que el mundo nos afecta.
La sensación sentida
Entre la vitalidad pura y abierta, y nuestros sentimientos y emociones más familiares se abre una zona de sensibilidad sutil a la que Gendlin denomina sensación sentida.
Por ejemplo, cuando nos enfadamos con un amigo, el enojo no es sino la punta del “iceberg” de una sensación más amplia de frustración. Este iceberg, mucho más amplio y profundo que el enfado, puede ser experimentado como una sensación sentida global en todo el cuerpo que asume la forma de un calor abrasador o tal vez de una tensión muy aguda. Y lo mismo podríamos decir con respecto a la desilusión, la desesperación, el dolor o la opresión, etc.
Para conectar con la sensación sentida que subyace a una determinada emoción podemos preguntamos: “¿Cómo experimento globalmente esa situación?” Y, aunque una sensación sentida suela comenzar de un modo un tanto difuso –porque contiene muchas facetas de nuestra respuesta a una determinada situación–, una vez conectamos con ella y empezamos a articular lo que encierra, descubrimos mucha más información y posibilidades de las que fomentan nuestras reacciones emocionales familiares.
La diferencia entre los sentimientos y las sensaciones sentidas, es que los sentimientos –como la tristeza, la alegría o el enfado– son más claramente reconocibles que las sensaciones sentidas, que suelen comenzar de un modo bastante incierto. Las emociones son una modalidad más intensa de las sensaciones. En este sentido, el sentimiento de tristeza puede erigirse sobre el sufrimiento, el sentimiento de irritación puede convertirse en rabia y el sentimiento de miedo puede transformarse en pánico. En cualquiera de los casos, uno de los rasgos distintivos de la emoción es que atrapa completamente nuestra atención, no puede ser ignorada y habitualmente asume una forma reiterada y predecible. Los sentimientos, por su parte, son más sutiles y fluidos que las emociones.
El origen de los conflictos emocionales
¿De qué modo acaban las emociones convirtiéndose en algo denso y explosivo?
Cuando una persona se despierta triste, y en lugar de sentir la tristeza e intentar ponerse en contacto con algo que está ocurriendo en su vida, sólo presta atención a lo que amenaza su sensación de identidad (“Si me siento triste al despertar es que debe estar ocurriéndome algo grave. Sólo los fracasados se despiertan sintiéndose tristes”). Cuando un sentimiento amenaza la imagen que tenemos de nosotros mismos queremos alejamos naturalmente de él. Sin embargo, cuando calificamos negativamente la tristeza y la rechazamos, acabamos estancándola y perdiendo así el contacto con nuestra vitalidad esencial.
Así es como acabamos sumidos en visiones oscuras y depresivas sobre nosotros mismos y en pensamientos e imágenes melancólicas que acabamos proyectando en el pasado y en el futuro: “¿Por qué nunca estoy bien?”. Cuantas más vueltas demos a este tipo de argumentación, más tristes nos pondremos y más oscuras se vuelven esas tramas argumentales, entrando en una especie de círculo vicioso que aboca a las sensaciones más intensas de la depresión y la desesperación.
Y cuando la tristeza acaba estableciéndose como depresión y nos alejamos de ella, comenzamos a ver a todo el mundo, toda nuestra biografía y todos nuestros proyectos futuros bajo esa perspectiva. Así es como los pensamientos depresivos se expanden en todas direcciones y nos mantienen atrapados, y así es como lo que comenzó siendo un sentimiento fluido acaba convirtiéndose en algo denso, pegajoso y pesado.
Reaccionamos en contra de nuestros sentimientos, tememos al miedo, nos indignamos con el enojo, nos deprimimos con la tristeza, etcétera-, lo cual es mucho peor que los sentimientos originales, porque acaba convirtiéndose en un círculo cerrado que se vuelve en contra nuestra. Entonces es cuando comenzamos a girar en torno a sentimientos que dan lugar a pensamientos todavía-más-intensos enturbiando nuestras percepciones y llevándonos a decir o hacer cosas que luego lamentamos.
El enfoque terapéutico de las emociones
Al permitimos desplegar la sensación sentida más amplia que subyace a una determinada emoción, la terapia nos ayuda a salir de los círculos viciosos emocionales.
Trabajar psicológicamente con la tristeza y con la depresión, puede poner de relieve las fijaciones psicológicas que habitualmente permanecen ocultas -la inadecuación de la idea que tenemos de nosotros mismos para afrontar los retos que nos depara la vida o la inadecuación de nuestra visión del mundo como algo abrumador- para poder hacerles frente más directamente.
Una de las limitaciones del tratamiento exclusivamente psicológico de las emociones es la tendencia a convertir la investigación psicológica de los sentimientos en un proyecto interminable o en un fin en sí mismo. Una psicoterapia que sólo se centra en las pautas emocionales o psicológicas no suele ayudar a la persona a reconocer y acceder al fundamento mayor de la vitalidad primordial que se revela en los momentos de cambio y liberación sentida.
El enfoque meditativo de las emociones
La práctica de la meditación nos enseña a relacionamos con las emociones de un modo más directo y no conceptual y, en consecuencia, nos permite conectar más directamente con nuestra vitalidad esencial. A diferencia del enfoque psicológico, el enfoque meditativo de la emoción no está orientado hacia el contenido de los sentimientos, su significado o las estructuras psicológicas subyacentes. Muy al contrario, la meditación nos permite establecer un contacto más directo con los sentimientos, sin tratar de descubrir su significado. En este sentido, la meditación nos enseña a permanecer abiertos a la energía encerrada en las violentas irrupciones de la emoción.
Mientras que la psicoterapia se ocupa de desplegar los significados de nuestros sentimientos, la meditación se relaciona con los sentimientos en tanto que expresiones energéticas de nuestra vitalidad esencial. El hecho de poner de relieve la energía que se halla atrapada en las emociones es como adentrarnos en las profundidades del océano, más allá de las olas del torbellino emocional y más allá del sentimiento, donde todo permanece en calma y en donde nuestra lucha se desvanece en el fundamento más amplio de la vida.
La meditación nos permite descubrir una conciencia más libre y abierta que siempre se halla disponible, aun cuando permanezcamos atrapados en nuestras reacciones emocionales. Al ayudarnos a reconocer los huecos y discontinuidades que aparecen espontáneamente en la lógica espesa de nuestros guiones vitales, la meditación durante las irrupciones de la emoción también puede contribuir a nuestro despertar.
En medio de una erupción de enfado, por ejemplo, un meditador podría preguntarse: “¿Por qué estoy tan furioso?”, “¿es necesario todo esto?”, “¿son las cosas, en realidad, tan importantes como las estoy viviendo?”, “¿están estas personas tan equivocadas como creo?”.
Transmutación
El primer paso para domar al león de la emoción y transmutar su energía en iluminación consiste en sentirla y permitirle ser, sin juzgarla como buena o mala. El intento de escapar de un animal feroz o de tratar de reprimir su energía sólo provoca un nuevo ataque.
Tenemos que aprender a abrirnos plenamente a la energía encerrada en nuestras emociones. En realidad sólo es nuestra reacción y la historia vital con la que la revestimos, por ejemplo, “mi enojo es correcto porque…” o “mi tristeza es mala porque…”, lo que las convierte en algo denso y pesado.
En lugar de tratar de controlar las emociones, censurarnos a nosotros mismos o reaccionar ante ellas, podemos aprender a experimentarlas en la inmediatez de la presencia pura. Trungpa describe del siguiente modo los distintos aspectos de este proceso:
Existen diversos estadios en nuestro modo de relacionarnos con las emociones: verlas, escucharlas, olerlas, tocarlas y transmutarlas. Cuando vemos las emociones tenemos una conciencia global de que tienen su propio espacio, su propio desarrollo y las aceptamos, sin cuestionarlas, como un aspecto de las pautas del funcionamiento mental. Escucharlas supone experimentar la pulsación de esa oleada de energía. Olerlas consiste en advertir que es posible hacer algo con esa energía. Tocarlas es sentir que puedes palparlas y relacionarte con ellas, que las emociones, asuman la forma que asuman, no son especialmente destructivas ni disparatadas, sino meras oleadas de energía.
Si el ego refleja la tendencia a aferramos a nosotros mismos y el intento de controlar la experiencia, el hecho de sentir directamente nuestras emociones y dejar el libre flujo de su energía amenaza nuestra estructura de control. Cuando dejamos de tratar de controlar y de juzgar nuestros sentimientos y nos abrimos a su textura real, el “yo” (espacio de actividad de tratar de aferramos a nosotros mismos), comienza a disolverse en el “ello” (espacio de vitalidad primordial más amplio que se halla presente en el sentimiento). Cuando nos abrimos plenamente al dolor tal vez se intensifique durante un tiempo y sintamos todo el pesar encerrado en él. Pero el hecho de abrirme a ese dolor, dejando de lado todo tipo de relatos, también nos hace sentir más vivos. Y es que, cuando miramos cara a cara a nuestros demonios, éstos acaban revelándose como una expresión de nuestra propia energía vital.
Las emociones son la sangre derramada por el ego, ya que comienzan a fluir cada vez que la armadura que protege nuestro corazón se ve perforada y nos conmueve. Tratar de controlarlas es un esfuerzo por impedir la rotura de esa cáscara. Por otra parte, permitir que el ego sangre, abre nuestro corazón. Entonces nos redescubrimos como seres expuestos al mundo e interconectados con todos los demás. Renunciar a nuestros juicios y a nuestros guiones vitales y experimentar la cualidad desnuda que conlleva el hecho de estar vivos nos despierta y alienta la compasión por nosotros mismos y por los demás.
En realidad, cuando superamos el miedo a nuestras propias emociones aumenta también nuestro valor para afrontar la vida, una actitud que el budismo conoce como “el rugido del león”: El rugido del león es la clara proclamación de que cualquier estado mental, incluyendo las emociones, puede trabajarse. Si no oponemos resistencia no hay nada que pueda desbordamos, nada que nos controle y, de ese modo, hasta las más poderosas energías se vuelven completamente manejables.
(Síntesis inspirada en la obra de John Welwood y en materiales didácticos de la Escuela Española de Desarrollo Transpersonal)